Los recuerdos son lo que nos hace humanos. Son momentos de vida que nos convierten en personas. Lo que nos hace escapar de la muerte por un segundo y creer que nuestra existencia es infinita. Porque no hay mayor espejismo que la vida, que el engaño de olvidar momentáneamente en la muerte.
Heidegger nos habló de algo que
existía y que había nacido para la muerte: un ser-para-la-muerte.
Indefectiblemente, se refería a nosotros, a su propia especie. Un ser arrojado
al mundo que poco entendía de su existencia. Según Borges, la raza
humana es la única que tiene conciencia de su destino final, por lo que puede
disfrutar la vida con mayor deseo y placer, aunque también con miedo y
nostalgia. Las demás no tendrían conciencia de su mortalidad, por lo que al
llegar el momento del final les sería totalmente indiferente. No sabrían qué
ocurre, simplemente ocurriría.
Cuando cae el telón que oculta ese engaño
que nos hacemos durante toda nuestra existencia, cuando la muerte está tan
cerca que es imposible no sentirla, es cuando surgen obras que nos muestran
algo que era imposible observar, que nos enseñan algo de la verdad de la que
evitamos hablar. Y los recuerdos son algo vital dentro de estas piezas, ya que
ellos son la balsa que nos mantiene a flote en este embravecido mar.
Desde sus comienzos, Antonio Vega fue un artista con una tremenda
sensibilidad. Sus canciones (que pronto se convirtieron en himnos
generacionales del movimiento sociocultural que más influenció en la sociedad
española: la Movida Madrileña) no son simples singles que
tararear, esconden un bagaje mucho más profundo y una capacidad innata
de transportarnos a otro mundo. Esto lo consigue gracias a ese toque
intimista que brinda a sus melodías y a la aparente simplicidad de sus
composiciones. Son canciones que parecen estar desnudas, mostrando lo más
profundo del artista que las canta. Desde su voz, quebrada y frágil, hasta lo
minimalista de su música, con unos arreglos que podrían haber sido sacados del folk más
primario (de ese que practicaban y eran amos Lead Belly o Woody
Guthrie) pasando por su propia persona, siempre consumido y atormentado,
siempre al borde del abismo, debido principalmente a su universo particular de
drogas. Todo en la obra de Antonio Vega nos hace pensar en un mundo aparte,
donde el mar es la quietud y la calma, donde es posible relajarse tumbado al
sol y disfrutar de un paseo por un campo repleto de trigo, pero sabiendo que
nada de eso hará mejorar nuestras vidas, porque la existencia es tan frágil como
la voz de un narrador en el clímax de su novela.
Y aunque mucho de la obra de este artista sea así, hay una canción que sobresale por encima de cualquier otra de su repertorio. Estoy hablando, por supuesto, de El sitio de mi Recreo.
Pero eso no es todo, se nos habla del recreo de nuestra vida. Y aunque en un primer momento esto pueda parecer solamente un punto exacto de nuestra existencia, poco a poco ambas obras van evolucionando hasta una persona. Una persona que es, o hubiera sido, nuestro recreo. Ambas hablan con nostalgia de ella, quizá fuera porque el recreo se podría haber alargado más, o quizá porque no se aprovechó lo suficiente. El centro de todo esto es que gracias a esa persona carecía de importancia buscarle un sentido a la vida, porque ella ya se lo daba.
Y las similitudes no son baladíes. Estoy convencido que Vega vio esta película, porque parece que compuso la banda sonora para la misma. Tenemos unos arpegios de guitarra tan simples como bellos. En la película de Bergman (contrariamente a lo que solía hacer en sus películas, como El Séptimo Sello o La hora del lobo), nos encontramos con imágenes que intentan transmitir la vida tal cual la vivimos y la recordamos, lo que hace que cualquiera pueda verse identificado en ellas, esté interesado en reflexiones filosóficas o no. Los artistas aquí no intentan imponer su visión sobre el mundo, no están formulando preguntas sobre la existencia; están intentando huir de su mortalidad.
Por esta búsqueda es por la que nos encontramos con dos obras despojadas de todo artificio, de cualquier cosa que pudiera entorpecer el desarrollo de la historia, de la ofrenda a la que estamos asistiendo. Vemos como Vega apenas tiene más instrumentación que su guitarra durante toda la canción, con un tímido piano central que ofrece una bifurcación del mismo camino y unos efectos de sintetizador que aportan el añadido onírico que busca la canción en su senda introspectiva. Mientras que Bergman nos da poco más que sueños del profesor Borg para saber de sus angustias y el escenario de su infancia, los demás personajes no son más que representaciones de todas las facetas del protagonista, así como de todo lo que ha ido perdiendo o que todavía anhela.
Esto es así porque así son las cosas en la infancia: todo aquello a lo que más tarde damos valor no es sino una regla social dentro del contrato al que estamos sometidos los adultos. Lo realmente importante está ahí y eso es lo que busca Vega, y también es lo que busca el profesor Borg. Y se observa arrepentimiento en los ojos de Borg y en la voz de Vega. Arrepentimiento por no haber disfrutado más de su recreo cuando el final parece estar tan próximo, por no haber sujetado con fuerza ese instante o a esa persona que simbolizaba el hogar. El hogar en el que estar cuando cae el telón.